Sentada en el frío suelo de barro de su pequeña casa, Jamila* mastica sobras de zanahorias con sus cuatro hermanas, sin saber que estos eran los últimos momentos que pasará con su familia; que ella -una niña pequeña de tres años, una niña tranquila de brillantes ojos marrones y mejillas sonrosadas- pronto se separará de su madre y sus hermanas, para siempre, por sólo 600 dólares.
La decisión de vender a su hija -la menor de cinco niñas- no ha sido fácil, pero sus padres dicen que, con el aumento de la pobreza y el creciente desempleo, ha sido inevitable. «Nos estamos muriendo de hambre, todos nosotros», dice su madre Massouma*.
«No tenemos nada que comer, sobrevivimos recogiendo comida de la basura. Por eso es mejor vender a una de mis hijas para que los otras cuatro puedan sobrevivir».
Es una elección que Massouma nunca ha querido hacer, pero con su marido en paro y sus hijas llorando con el hambre agarrado a sus estómagos, no vió otra alternativa.
Jamila nació siendo ya una persona desplazada; y ha crecido en un campamento de tiendas y casas de barro adyacentes a los extensos suburbios de Herat, una ciudad de un millón de habitantes en el oeste de Afganistán. Hace años que su familia abandonó su Badghis natal, una provincia rural de colinas onduladas manchadas de flores rojas brillantes durante la primavera, donde el agua se había vuelto demasiado escasa para sobrevivir. Durante los calurosos y secos veranos, la mayoría de los ríos se evaporaban y las aguas subterráneas se agotaban o eran demasiado saladas. Los padres de Jamila se trasladaron a Herat empujados por una grave sequía que había acabado con la mayoría de las cosechas hace cuatro años.
Esperaban tener una vida mejor – ingresos estables, oportunidades de trabajo regulares y educación para sus hijos- en Herat, pero ninguna de estas cosas se ha materializado. Echan de menos su Badghis natal, su tranquilidad y serenidad, sus flores frescas de primavera. Años después de dejar atrás su hogar, siguen viviendo en una cabaña de una sola habitación que Zaki, el padre de Jamila, construyó con sus propias manos. Todavía dependen de la caridad de la gente.
Las cosas están empeorando. El hambre se ha ido apoderando de todo poco a poco. La mano de obra ocasional que Zaki solía ofrecer ha ido cesando; la moneda se ha desinflado con el cambio de gobierno producido el pasado agosto.
«Desde hace varios días no tenemos harina para hacer pan. Conseguí recoger estas zanahorias porque los niños lloraban y pedían comida», dice Zaki*, señalando a sus hijas, que aún mastican su comida. Le da vergüenza admitirlo: «El agricultor las había tirado a la basura porque ya no eran buenas».
En las afueras del campamento de desplazados se ve a menudo a personas que se dedicaban a acosar a los niños y niñas. Muchos de ellos son familias que no pueden tener el hijos, y acuden con la esperanza de que una de las familias acepte una adopción. Otros -la mayoría hombres mayores- vienen con la idea de comprar una joven novia.
Jamila no ha sido vendida para casarse, pero sus padres aceptaron, a regañadientes, venderla a una familia que no puede tener hijos propios y que esperaba adoptar. Dado que la adopción sigue siendo poco común en Afganistán, el proceso suele llevarse a cabo de manera informal: Los padres de Jamila recibirán 600 dólares a cambio de su hija. No se firmarán papeles, ni el gobierno se aseguraría de que la niña esté cuidada y protegida.
«De esta manera, todas sobrevivirán», dice Massouma, con los ojos llenos de lágrimas.
Desde el cambio de gobierno en Afganistán el pasado verano, la pobreza y la inflación se han disparado. Los afganos están sintiendo la tensión económica que se ha generado desde entonces. Hoy todavía no existe un sistema bancario central que funcione, mientras que miles de millones de activos privados afganos permanecen congelados. Las Naciones Unidas estiman que el 95% de la población del país no come lo suficiente y vive por debajo del umbral de la pobreza. El hambre aguda ha aumentado en 9 millones de personas sólo desde el pasado mes de julio; casi cinco millones sufren desnutrición aguda, la mayoría niños y niñas . Muchos de ellos mueren.
Massouma espera que el dinero que recibirá por Jamila ayude a su familia a sobrevivir, ya que Afganistán se ha sumido en un tipo de catástrofe humanitaria que hace que muchas más familias opten por mecanismos similares para garantizar la supervivencia.
Hasta ahora, World Vision ha podido proporcionar alimentos, semillas y herramientas para huertos, así como formación a más de un millón de personas. Pero no es suficiente.
En Afganistán viven casi 40 millones de personas, y muchas más lo necesitan. Llevamos más de 20 años trabajando aquí y estamos decididos a quedarnos para marcar la diferencia para niños como Jamila.
Nota: *Todos los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las personas.